Oviedo pone una figura de Cazorla, junto a Mafalda, en el campo de San Francisco.

Ya se sienta en piedra noble y sonrisa perenne, entre castaños y paseantes, el más pequeño de los grandes: Santi Cazorla.

En el corazón verde de la capital, donde los jubilados hacen cátedra desde los bancos y los niños corren como si no existieran los baches, Oviedo decidió rendir homenaje a uno de los suyos. No con una calle, ni con una rotonda, sino con algo mucho más nuestro: una estatua de cuerpo presente (pero de fibra de vidrio), junto a Mafalda, en el Campo de San Francisco.

Cazorla, que volvió al Real Oviedo con el alma por delante y los tobillos hechos acordeón, fue clave en el ascenso a Primera. No solo por lo que jugó, sino por lo que contagió: ilusión, orgullo y ese cosquilleo de "¿y si este año sí?". Y ahora, ahí lo tienes, con camiseta azul carbayona, sentado con las piernas cruzadas como quien espera el vermú, flanqueando a la mismísima Mafalda, que no sabemos si es más oviedista o simplemente educada.

La escena tiene algo de cuento. Él, sonrisa de patio de colegio, ella, mirada de quien ya leyó todos los periódicos del mundo. Juntos en el banco que ya es parada obligatoria para selfies, promesas de amor adolescente y debates de señoras con bolsa del mercado.

Dicen que el escultor pilló al vuelo esa esencia de Cazorla: humilde pero elegante, bajito pero eterno. Y aunque algunos esperaban verlo más cerca del Tartiere que del estanque de los patos, lo cierto es que pocos lugares hay más ovetenses que este rincón entre árboles centenarios y aroma a castañas en otoño.

Ahora solo falta que alguien se anime a ponerle voz a la estatua. Que cuando te sientes al lado, te suelte un: “Tranquilu, que esto yá lo vivimos en 2003”. Porque si algo representa Cazorla, además de buen fútbol, es memoria y pertenencia. Como quien vuelve a casa sabiendo que nunca se fue del todo.

Oviedo lo entendió. Y lo celebró a su manera: con arte, con cariño, y con un banco compartido. Porque aquí, hasta las leyendas se sientan un ratín.