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El Langostinero del Traje Gris: Crónica de un Crimen Congelado.

Acto I: El Caballero de la Bolsa Cuajada.

En Gijón, ciudad que nunca duerme porque la humedad no perdona, un hombre trajeado, de esos que parecen salidos de una reunión de vecinos en Chamberí, apareció día sí y día también en un supermercado de la calle Instituto. No hablaba, no miraba, no respiraba fuerte. Solo reptaba entre los pasillos como un lagostru brujo en busca de su presa: los langostinos.


Nadie sospechó nada. Porque claro, ¿quién va a desconfiar de un señor con americana de tergal y corbata de clip? Pero las arcas del congelador empezaron a mostrar signos de anemia crustácea. Las empleadas del súper, que tienen más calle que el mismísimo Niemeyer, ya lo decían entre pasillo y pasillo:—Aquí falta langostino y huele a novela de Murakami.


Acto II: La Gran Carrera del Crustáceo Robado.

El martes, día sagrado de poco pan y mucho circo, el hombre fue pillado con las manos en el frízer. La alarma no sonó, pero las voces sí. Tres empleadas salieron tras él como furias mitológicas, pero con batas del Eroski.

Corrieron por la calle como si regalaran cachelos en El Fontán. El ladrón, confuso por tanto fervor humano y falta de glucosa, cometió el error de doblar hacia la calle Contracay, donde la Policía estaba resolviendo otro misterio digno de Iker Jiménez.

Allí, entre científicos y agentes con prismáticos de oferta, uno de ellos gritó:—¡Alto ahí, caballero del marisco ajeno!Y lo interceptó como quien atrapa a una gaviota dentro del Alimerka.


Acto III: El Juicio de los Langostinos.

Una vez requisado el botín —tres cajas de langostinos, dos de calamares y una sospechosa bolsa de chipirones que parecía susurrar en latín—, el caballero fue interrogado.

Dijo que no lo hacía por hambre, ni por vicio, ni por falta de ofertas. Lo hacía por arte. Que entregaba las cajas a un local que, según él, organizaba "catas clandestinas de poesía marina".


Las autoridades, al ver que el hurto no alcanzaba nivel de epopeya penal, lo dejaron marchar. Eso sí, con la promesa de no volver a cruzar la línea invisible entre la sección de congelados y el deseo desmedido.


Epílogo:

Desde entonces, las cajas de langostinos llevan alarma. Y en Gijón, por si acaso, cuando alguien ve un traje gris rondando cerca del marisco, se oyen susurros:—Cuida, que vuelve el Langostinero.

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